jueves, 19 de marzo de 2009

Los silencios del recreo

Los silencios del recreo

Llevaba varios minutos mirando el reloj del patio. Cuando el palito más grande tocaba casi el seis, era porque se acababa el recreo. El piso estaba frío, me abrazaba las rodillas jugando con un pedazo de cordón blanco roto. Le sacaba el plástico de la punta con los dientes, hasta dejar muchas hilachas que se quedaban en mi lengua, que luego de masticarlas por un buen rato, las terminaba sacando con mi manga de la capa escolar color verde moco. Yo esperaba el toque de timbre, para entrar a la sala y terminar mi elefante verde de colmillos rojos, sí, colmillos rojos, porque había matado a un tigre pintado de amarillo, porque el naranjo me lo había quitado uno de mis compañeros. Dibujaba mucho en clases, de hecho, guardaba mis lápices de colores favoritos en el bolsillo de la capa. Escribía mi nombre en ellos con las uñas hasta que mis manos parecían un arco iris, dejaba el piso lleno de polvo rojo, amarillo, café, azul y verde.

Pero tenía que esperar para terminar mí obra de arte, apoyado en una pared toda dibujada con tiza de diferentes colores que te ensuciaba toda la capa. Yo no tenía tiza, sólo unos cuantos crayones mordisqueados en la punta. La tía no me dejaba pintar las paredes con los míos y mis amigos no me prestaban ninguno porque decían que se los iba a romper.

Miraba desde ahí como jugaban mis compañeros en los juegos coloreados. Grandes bloques con agujeros para meterse dentro, uno de ellos parecía un gran queso verde, imaginaba que estaba podrido y que por eso era verdoso.

Se metían siempre los mismos niños en la copa de los bloques. Uno de ellos era gordo, se le caían los mocos, quedaban colgando y cuando llegaban a la boca se los chupaba. El otro era bajo y con una cabeza muy muy grande, siempre andaba al lado del gordo.

Se creían los reyes de los bloques. Sólo ellos dos podían estar arriba, cuando otro niño trataba subirse, el cabezón chico gritaba que le iba a pegar el amigo gordo que decía ser cinturón amarillo en karate.

A algunos niños los dejaban jugar en los juegos de bloque, pero tenían que atrapar a los feos, a los tontos, a los hediondos y los callados. Los ponían en un rincón detrás de los juegos y los hacían comer lo que llamaban: “buffet de esclavo”. Si intentabas escapar, todos salían persiguiéndote gritando: “¡el esclavo escapa, el esclavo escapa, hay que darle el buffet, el buffet!”.

Pasó lo peor, el “niño caspa” fue apuntado por el cabezón, “¡buffet al caspa, buffet al caspa!” gritaba mientras el gordo se comía los mocos sueltos. Tres amigos fueron a atraparlo, el caspita salió corriendo rascándose la cabeza mientras su cara se ponía cada vez más roja.

Se puso a llorar, vino hacia mí, me abrazó diciéndome: “¡Ayúdame amigo, por favor ayúdame, no, no!”. Le tiré un codazo en la cara, chocó contra la pared y llegaron los tres niños a agarrarlo. Dos de ellos tomaron sus brazos y piernas, pero el tercero me miraba a mí. No lo miraba, hacía que jugaba con el cordón roto, pero cuando estaba sacándole el plástico de la punta, me miró las manos. Mejor dicho las uñas, mis uñas pintadas con crayones.

Sonrió, me apuntó con el dedo y dijo: “maricón que se pinta las uñas, niño maricón”. Los otros dos soltaron al caspa para rodearme. Escondí mis manos por detrás de las piernas, el “niño caspa salió corriendo mientras uno de los tres me gritaba: “niñita maricona que se pinta las uñas, niñita maricona”, los otros dos me agarraron ambos brazos repitiendo “niñita maricooona, niñita maricooona”.

Comencé a patalear, me retorcía en el piso pegando patadas por todos lados. Agarraron una de mis piernas, seguía pataleando con la que me quedaba. Tomaron mi otra pierna, pero aún trataba de soltarme con la cabeza y las caderas que no dejaba de mover.

Llegué sin fuerzas a los juegos de bloque, sudado, con los brazos dormidos y con la cabeza mirando el cielo. Había una higuera llena de cuervos que picoteaban los higos, los dejaban tan deformes y feos que le graznaban hasta que se cayeran. Me tiraron en la tierra, me arrastré por el piso tratando de escapar, se reían. Me agarraron de los brazos nuevamente “¿por qué trajeron a este?” dijo el cabezón, “mírale las uñas, se la pinta como las niñitas, hay que darle buffet”. Todos los niños del patio miraban como me iban hacer comer el buffet, estaba lleno, lo único que escuchaba era “buffet, buffet, buffet”. El gordo aplaudía de alegría, lo siguió el cabezón, y luego todos los del patio estaban aplaudiendo a un ritmo lento.

Llegó un niño con barro del jardín de la tía, estaba llena de gusanos y tenía un pequeño tulipán en la cima de color amarillo como el tigre que tenía en mi dibujo. Dos de ellos se bajaron los pantalones, mearon el barro, luego le tiraron escupos y flemas.

No pude aguantar más, me puse a llorar, mis mocos colgaban casi igual como le caían al gordo. El gordo saltó del bloque y hundió con todas sus fuerzas mi cara en el barro. Llegué a golpearme la nariz hasta tapármela con sangre, empecé a respirar por la boca mientras se escurrían los gusanos hasta mi garganta. El sabor a meado era ácido y los escupos resbalosos. Vomité mi pan con queso y el yogurt de frutilla del desayuno, se me salían pedazos de pan por la nariz. Veía todo borroso, los ojos los sentía calientes y mi garganta raspada. Caí sobre el vómito casi desmayado, un gusano me hacía cosquillas tratando de meterse por mi nariz, abrí los ojos, el tulipán estaba todo aplastado y lleno de buffet. Levanté la cabeza para ver el reloj, el palito grande casi tocaba el seis, sonó el timbre.

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